Heridas rozadas por las suaves sábanas blancas, nórdico
cubría mi pelo, que sin ganas de salir a ver el mundo, observaba el ventanal
entre abierto, fuera había un grisáceo día, entre nubes y frías rachas de
viento, podías notar su propio despertar, los polluelos llamaban a sus padres,
era la hora de comer, y el halcón volando raso y ligero bajaba a saludar a sus
crías, al fondo de la estampa, la cueva reclamaba mi atención, ennegrecida por
la inminente tormenta que rápida se aproximaba, escuchaba a mi abuela bajar del
palomar, de dar de alimentar a las palomas que se refugiaban de la lluvia que
justo se ponía, el sonido de los pichones malparidos, que casi te obligaban a
ponerte en pie, y comenzar así, un nuevo día.
Mi abuela cambiaba las brasas del fuego, mi abuelo
llevaba un cigarro Ideal en la boca sin encender, pidió a mi abuela una cerilla
para encendérselo, fue en ese momento cuando entre cerrados ojos, me di cuenta.
Día de tormentas de abril, días de pocas esperanzas,
donde los andares débiles y dificultados con un batín, pelo recogido, me di
cuenta de que las cosas rutinarias no suelen ser las convencionales pues ahí
estaba yo, entre calores y temblores, por la pequeña grieta en la esquina de la
cocina, donde un capazo recogía el agua, el calor de unas brasas acogedoras,
cuando entre pucherazos de leche de cabra, empezaron a asomar los primeros
rayos de sol, que deslumbraron mi vaso lechoso, mi abuelo remugaba pues en un
día laboral, ahora que las nubes espesaban, era hora de marcharse a trabajar.
-Laura, ¿donde dejaste mi bota?
-La guardé de nuevo en la otra.
-¿Y el botijo?
-En la despensa entre las pieles de lima y habas secas.
Lo cogió todo, y de la pata salada seca de jamón con su
navaja de muelle oxidada y manchada de olivas se cogió un trozo seco y se lo
llevo a la boca, guardó la navaja en su saquito de cuero zurcido a mano con
esparto, y salió a la puerta.
-¿Hoy que vas a hacer?
-No tenía nada en especial.
-Acompáñame al mercado.
-¿Para qué?
-Mejora el tono señorita, demuestra cortesía y modales a
tus mayores.
-No es de mi gusto escuchar rebuznar a gitanas mal hablantes para que compremos
falsas plantas.
-No repliques, así se ha dicho, así se hará, aun no
posees la edad para argüir lo suficiente.
Cabizbaja y murmurando entre dientes, miraba a mi
alrededor, como las señoras se juntaban en la plaza y de camino a la Calle
Real.
-Pepa me ha contado que sacaste los colores al Padre
Ventura.- dijo Loli, la mujer del hombre
del fuego del pueblo.
-¡Cántaro repleto de agua le caiga en esa cabeza de gorrino!
-Ves con precaución, nadie posee tanto poder como un
representante de Él.
-¡Días contados!
-No prevengas nada, que suficiente desgraciadas somos ya.
-Solo digo que algo se cuece en la olla, algo hay en las
piedras de abajo.
-Mejor no opinar, que hacer pisadas de elefante, Laura,
¿muestras tus muñecas?
-Solo se me ve la palma.
-¡Eso es la muñeca!
-¿Acusas a mi nieta de descocada?
-No es de ninguna grande para tan fresca andar, ni mucho
menos para venir al mercado.
-Sabré como cuidar yo mi propia hierba, estate tranquila.
-Concubina de mercado se te convertirá sino.
Llegamos al mercado, a la entrada siempre la ramita de
romero.
En grandes cestas, hierbas de todo tipo, traídas de todas
partes, me ofrecieron unas pipas garrapiñadas justo en el momento de cuando iba
meter la mano.
-¡Laura!-me golpeó la mano mi abuela.
-¿Qué pasa? Solo es caramelo fundido.
-Fíate, la vida te enseña que anda caliente, come poco,
bebe asaz, y vivirás.
-¿Puedo preguntar por jaramago?
-Que no te den gato por liebre.
-¿Tenéis jaramago?
-Niña, explícate con mas brío anda que hay mas clientela.
-Bolsa de pastor.
-¿Pan y quesillo?
-Eso mismo.
-¿Cuanto quieres?
- Dos cucharadas
-Ya está, será un duro.
-Ten.
-Muchas gracias.
Y así nos marchamos a casa, con las faldas embarradas y
las zapatillas mojadas de difíciles barros marrones duros como piedras.
-Quítate las esparteras antes de entrar, barrí esta
mañana.
-Vale.
-¿Por qué quisiste el jaramago? Solo es bastante útil
para una cosa.
-Me ha venido.
-Demasiado tardabas en decírmelo, después de lavarte las
sabanas esta noche.
-¿Es duro?
-Es normal, y ahora ayúdame a preparar las lentejas, pues
después seguro que quieres subirte a la cueva del Castillo.
-Si se pudiera.
-Ves con cuidado de las heridas, ahora después cámbiate
los paños fríos, verás la sonrisa de tu abuelo al ver la árnica, los Ideales
cada vez van subiendo más.
Se abrió la puerta azul, mi abuelo con una gorra se tumbó
en la butaca balanceadora.
-¿Quieres árnica?
-Cogiste en el mercado.
-Me acuerdo de ti.
-Por suerte.
Yo iba sirviendo en la mesa diferentes platos de
lentejas.
-Faltan vasos, cógelos.
-¿Vino o orujo?
-Orujo, hay que calentar el cuerpo.
Siempre había que calentarlo, hasta en el más profundo
verano, donde no te podías asfixiar mas, seguía bebiendo, recuerdo que mi padre
levantaba la cabeza al verlo, y siempre discutían, siempre, yo pequeña
ignorante, que mi única preocupación que tenía en esas cenas era ver y observar
los pequeños detalles ahora escritos.
-No tengo más apetito.
-Estás en los huesos hija.
-No soy de esa constitución.
-Te quedarás para vestir santos.
-No pasará, despreocupa.
-Bueno, me voy a tumbar un poco dijo mi abuelo con las
mejillas rosadas tropezó con el pico del brasero dándose un pequeño golpe en la
espinilla, pareció ni sentirlo.
-Acuérdate de poner albahaca en la mesilla, no sabes cómo
me han acribillao’ esta noche las
espadas esas del diablo.
-¿Hay cáscaras de lima?
-Todo cerca.
Después de una siesta en el patio verde, observando el
cielo despejado después de la oscura tormenta, decidí entornar un paseo a la
cueva.
Alzada sobre el gran peñón de la cueva, con los brazos
abiertos completamente, solo tenía esa pequeña esperanza viva de que ese joven
zagal viniera a mis espaldas, me agarrara de la cintura y que me suspirara al
oído, un sueño, una ilusión.
Cuando de repente algo me precipito, me hizo caer, entre
gritos y ladridos, fui arroyada por un perro.
-¡¡AHHH!!
-Fal, siéntate, disculpe las molestias otra vez se me ha
roto el esparto, no tengo mucha maña. ¿Cómo os encontráis?
-Avergonzada.
-¿Motivos?
-No es muy buena impresión encontrar a una chica
despelochá y espatarrá.
-Culpa mía.
-Se me ha abierto la herida.
-Déjame ver su estado.
-¡Antes muerta desvergonzao’!
-No se asuste señorita, ¿puede andar?
-Difícil lo veo.
Cuando sin rogar me levanto como si fuera una simple hoja
de carrasca fina.
-¿Por donde vive?
-En frente del ayuntamiento.
Conmovida por la dureza de sus fuertes brazos, por el
dulce contacto con sus manos deterioradas por callos parecidos a los que mi
abuela poseía, sin darme cuenta puse mi brazo lentamente sobre su espalda, me
asusté cuando se resintió.
-¿Le pasa algo en la espalda?
-Simples heridas de podar el laurel.
-¿Ha oído del alcohol de romero?
-Mi abuela tiene.
-Aplícatelo unas cuantas veces, y si sale algo blanco,
continua.
Llegamos bien pronto a mi casa, antes de lo esperado por
mi parte.
-Déjame aquí. Me las apañaré sola.
-Me pasaré algún día para ver si mejoras.
-Me sentiría alabada.
-Te lo mereces.
Un leve silencio, cruce de miradas, apenas pude decir
algo, el corazón se bloqueo, sus ojos me hipnotizaron como magia oscura, me
enloqueció como una niña con su muñeca, me enamoró de por vida.
Entré en casa, mi abuela estaba rezando rosarios con las
abuelas del pueblo, juntas y unidas y a tiempo, tomando cerraja y achicoria tostadas.
El olor me entraba por las fosas nasales, dejándome un leve cosquilleo en mi
cuerpo. Yo me senté sin interrumpir, pensando en mi príncipe añorado.
En el patio, el olor de la lima, el color del musgo
verdoso me recordaba a su mirada, todo pareció ocurrir, nunca llegaría a pensar
que ese fue el principio, ahí ocurrió todo, y ya no lo podía parar, nada me
detendría, amándolo entre verdes caquis y dulces limas, pensaba en su tenue
sonrisa, que atenta miraba mis alegres ojos enamorados.