sábado, 11 de mayo de 2013

CAPÍTULO 3



Heridas rozadas por las suaves sábanas blancas, nórdico cubría mi pelo, que sin ganas de salir a ver el mundo, observaba el ventanal entre abierto, fuera había un grisáceo día, entre nubes y frías rachas de viento, podías notar su propio despertar, los polluelos llamaban a sus padres, era la hora de comer, y el halcón volando raso y ligero bajaba a saludar a sus crías, al fondo de la estampa, la cueva reclamaba mi atención, ennegrecida por la inminente tormenta que rápida se aproximaba, escuchaba a mi abuela bajar del palomar, de dar de alimentar a las palomas que se refugiaban de la lluvia que justo se ponía, el sonido de los pichones malparidos, que casi te obligaban a ponerte en pie, y comenzar así, un nuevo día.
Mi abuela cambiaba las brasas del fuego, mi abuelo llevaba un cigarro Ideal en la boca sin encender, pidió a mi abuela una cerilla para encendérselo, fue en ese momento cuando entre cerrados ojos, me di cuenta.

Día de tormentas de abril, días de pocas esperanzas, donde los andares débiles y dificultados con un batín, pelo recogido, me di cuenta de que las cosas rutinarias no suelen ser las convencionales pues ahí estaba yo, entre calores y temblores, por la pequeña grieta en la esquina de la cocina, donde un capazo recogía el agua, el calor de unas brasas acogedoras, cuando entre pucherazos de leche de cabra, empezaron a asomar los primeros rayos de sol, que deslumbraron mi vaso lechoso, mi abuelo remugaba pues en un día laboral, ahora que las nubes espesaban, era hora de marcharse a trabajar.
-Laura, ¿donde dejaste mi bota?
-La guardé de nuevo en la otra.
-¿Y el botijo?
-En la despensa entre las pieles de lima y habas secas.
Lo cogió todo, y de la pata salada seca de jamón con su navaja de muelle oxidada y manchada de olivas se cogió un trozo seco y se lo llevo a la boca, guardó la navaja en su saquito de cuero zurcido a mano con esparto, y salió a la puerta.
-¿Hoy que vas a hacer?
-No tenía nada en especial.
-Acompáñame al mercado.
-¿Para qué?
-Mejora el tono señorita, demuestra cortesía y modales a tus mayores.
-No es de mi gusto escuchar rebuznar  a gitanas mal hablantes para que compremos falsas plantas.
-No repliques, así se ha dicho, así se hará, aun no posees la edad para argüir lo suficiente.
Cabizbaja y murmurando entre dientes, miraba a mi alrededor, como las señoras se juntaban en la plaza y de camino a la Calle Real.
-Pepa me ha contado que sacaste los colores al Padre Ventura.- dijo Loli, la mujer del  hombre del fuego del pueblo.
-¡Cántaro repleto de agua le caiga en esa cabeza de gorrino!
-Ves con precaución, nadie posee tanto poder como un representante de Él.
-¡Días contados!
-No prevengas nada, que suficiente desgraciadas somos ya.
-Solo digo que algo se cuece en la olla, algo hay en las piedras de abajo.
-Mejor no opinar, que hacer pisadas de elefante, Laura, ¿muestras tus muñecas?
-Solo se me ve la palma.
-¡Eso es la muñeca!
-¿Acusas a mi nieta de descocada?
-No es de ninguna grande para tan fresca andar, ni mucho menos para venir al mercado.
-Sabré como cuidar yo mi propia hierba, estate tranquila.
-Concubina de mercado se te convertirá sino.
Llegamos al mercado, a la entrada siempre la ramita de romero.
En grandes cestas, hierbas de todo tipo, traídas de todas partes, me ofrecieron unas pipas garrapiñadas justo en el momento de cuando iba meter la mano.
-¡Laura!-me golpeó la mano mi abuela.
-¿Qué pasa? Solo es caramelo fundido.
-Fíate, la vida te enseña que anda caliente, come poco, bebe asaz, y vivirás.
-¿Puedo preguntar por jaramago?
-Que no te den gato por liebre.
-¿Tenéis jaramago?
-Niña, explícate con mas brío anda que hay mas clientela.
-Bolsa de pastor.
-¿Pan y quesillo?
-Eso mismo.
-¿Cuanto quieres?
- Dos cucharadas
-Ya está, será un duro.
-Ten.
-Muchas gracias.
Y así nos marchamos a casa, con las faldas embarradas y las zapatillas mojadas de difíciles barros marrones duros como piedras.
-Quítate las esparteras antes de entrar, barrí esta mañana.
-Vale.
-¿Por qué quisiste el jaramago? Solo es bastante útil para una cosa.
-Me ha venido.
-Demasiado tardabas en decírmelo, después de lavarte las sabanas esta noche.
-¿Es duro?
-Es normal, y ahora ayúdame a preparar las lentejas, pues después seguro que quieres subirte a la cueva del Castillo.
-Si se pudiera.
-Ves con cuidado de las heridas, ahora después cámbiate los paños fríos, verás la sonrisa de tu abuelo al ver la árnica, los Ideales cada vez van subiendo más.
Se abrió la puerta azul, mi abuelo con una gorra se tumbó en la butaca balanceadora.
-¿Quieres árnica?
-Cogiste en el mercado.
-Me acuerdo de ti.
-Por suerte.
Yo iba sirviendo en la mesa diferentes platos de lentejas.
-Faltan vasos, cógelos. 
-¿Vino o orujo?
-Orujo, hay que calentar el cuerpo.
Siempre había que calentarlo, hasta en el más profundo verano, donde no te podías asfixiar mas, seguía bebiendo, recuerdo que mi padre levantaba la cabeza al verlo, y siempre discutían, siempre, yo pequeña ignorante, que mi única preocupación que tenía en esas cenas era ver y observar los pequeños detalles ahora escritos.
-No tengo más apetito.
-Estás en los huesos hija.
-No soy de esa constitución.
-Te quedarás para vestir santos.
-No pasará, despreocupa.
-Bueno, me voy a tumbar un poco dijo mi abuelo con las mejillas rosadas tropezó con el pico del brasero dándose un pequeño golpe en la espinilla, pareció ni sentirlo.
-Acuérdate de poner albahaca en la mesilla, no sabes cómo me han acribillao’  esta noche las espadas esas del diablo.
-¿Hay cáscaras de lima?
-Todo cerca.
Después de una siesta en el patio verde, observando el cielo despejado después de la oscura tormenta, decidí entornar un paseo a la cueva.
Alzada sobre el gran peñón de la cueva, con los brazos abiertos completamente, solo tenía esa pequeña esperanza viva de que ese joven zagal viniera a mis espaldas, me agarrara de la cintura y que me suspirara al oído, un sueño, una ilusión.
Cuando de repente algo me precipito, me hizo caer, entre gritos y ladridos, fui arroyada por un perro.
-¡¡AHHH!!
-Fal, siéntate, disculpe las molestias otra vez se me ha roto el esparto, no tengo mucha maña. ¿Cómo os encontráis?
-Avergonzada.
-¿Motivos?
-No es muy buena impresión encontrar a una chica despelochá y espatarrá.
-Culpa mía.
-Se me ha abierto la herida.
-Déjame ver su estado.
-¡Antes muerta desvergonzao’!
-No se asuste señorita, ¿puede andar?
-Difícil lo veo.
Cuando sin rogar me levanto como si fuera una simple hoja de carrasca fina.
-¿Por donde vive?
-En frente del ayuntamiento.
Conmovida por la dureza de sus fuertes brazos, por el dulce contacto con sus manos deterioradas por callos parecidos a los que mi abuela poseía, sin darme cuenta puse mi brazo lentamente sobre su espalda, me asusté cuando se resintió.
-¿Le pasa algo en la espalda?
-Simples heridas de podar el laurel.
-¿Ha oído del alcohol de romero?
-Mi abuela tiene.
-Aplícatelo unas cuantas veces, y si sale algo blanco, continua.
Llegamos bien pronto a mi casa, antes de lo esperado por mi parte.
-Déjame aquí. Me las apañaré sola.
-Me pasaré algún día para ver si mejoras.
-Me sentiría alabada.
-Te lo mereces.
Un leve silencio, cruce de miradas, apenas pude decir algo, el corazón se bloqueo, sus ojos me hipnotizaron como magia oscura, me enloqueció como una niña con su muñeca, me enamoró de por vida.
Entré en casa, mi abuela estaba rezando rosarios con las abuelas del pueblo, juntas y unidas y a tiempo, tomando cerraja y achicoria tostadas. El olor me entraba por las fosas nasales, dejándome un leve cosquilleo en mi cuerpo. Yo me senté sin interrumpir, pensando en mi príncipe añorado.
En el patio, el olor de la lima, el color del musgo verdoso me recordaba a su mirada, todo pareció ocurrir, nunca llegaría a pensar que ese fue el principio, ahí ocurrió todo, y ya no lo podía parar, nada me detendría, amándolo entre verdes caquis y dulces limas, pensaba en su tenue sonrisa, que atenta miraba mis alegres ojos enamorados.